Es una hermosa expresión. Como tantas otras, viene del mundo de la náutica. Cuando un velero se enfrenta a una tempestad que le supera y que puede resultar fatal, a menudo la opción más segura es reducir mucho la superficie de las velas, ponerse proa al viento, y apretar los dientes hasta que la borrasca nos pase por encima.
En sentido figurado se entiende también como sortear con habilidad una situación difícil. Más bien como si se «torease» el problema.
Pero yo prefiero la imagen del marinero con los pies firmes en la cubierta, agarrado al timón, cabeza ligeramente agachada, azotado por el viento y cubierto de agua salada, manteniendo un rumbo a toda costa, consciente de que le va la vida en ello. No trata de escapar, ni de luchar ni de emplear ningún ardid para evadir la tormenta. Lo que hace es prepararse de la mejor manera posible para soportarla y dejar que pase.
Y pasa. Y de pronto las nubes se vuelven blancas y los rayos de sol comienzan a filtrarse entre ellas. Y la satisfacción se une a cansancio y en la boca saborea algo muy parecido a la felicidad.